La ciudad, sin control

En numerosas oportunidades esta columna se ha referido a la ausencia casi total de controles que se advierte en la ciudad autónoma de Buenos Aires, a propósito de determinadas circunstancias que son de la exclusiva competencia de sus autoridades.
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Ayer se cumplieron dos años de la instalación del actual gobierno de la urbe porteña y la ocasión es por demás propicia para insistir sobre el notorio incumplimiento en que ha incurrido en cuanto a la observancia de ciertas normas, como la que regula el horario de carga y descarga, la que prohíbe el estacionamiento de vehículos sobre el césped de las plazas o paseos, la que veda colgar pasacalles, o la que impide pegar carteles de publicidad -comercial o política- en propiedad privada o en espacios públicos no habilitados para esa finalidad.
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Tampoco se ocupó de que se acaten las disposiciones que fijan velocidades máximas para la circulación de camiones o que les obligan a transitar por unas pocas arterias o con contenedores precariamente sostenidos. Igual tolerancia se ha tenido con los conductores del transporte público, históricamente acostumbrados a guardar escaso respeto por las normas de tránsito y señalización y que, además, persisten en utilizar vehículos que no se ajustan a lo preceptuado en materia de emanación de gases tóxicos, ruido y limpieza.
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El estado de las veredas y las calzadas no es, por cierto, más reconfortante. Las causas del pronunciado deterioro que padecen deben buscarse en las obras que realizan las empresas de servicios para reparar sus instalaciones, en las raíces de los árboles y en las lógicas roturas que produce en baldosas y baldosones el transcurso del tiempo, tres razones coincidentes de que caminar por las veredas porteñas se haya transformado en una riesgosa carrera de obstáculos.
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Las calzadas presentan un panorama similar; las reparaciones que se deberían encarar -muchas de ellas impostergables- seguramente tendrán que esperar el inicio de la campaña electoral, mojón a partir del cual se suelen poner en ejecución los conocidos trabajos de "bacheo", gracias a los cuales las calles reciben un rápido lavado de cara, poco eficaz y escasamente duradero.
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Aunque más que en esos aspectos lamentables, la principal inquietud de los vecinos se concentra hoy en la inmensa cantidad de cartoneros que invaden, al caer la tarde, la jurisdicción porteña, destrozando las bolsas de residuos en busca de materiales reciclables y dejando los desechos desperdigados por las aceras. Esta deprimente realidad, trasunto de las gravísimas dificultades económicas que aquejan al país, se ha visto indudablemente agravada por la tolerancia e inacción de las autoridades del gobierno autónomo.
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Simultáneamente, el esfuerzo que en algún momento se hizo para despejar el espacio público urbano parece perderse en medio de una nueva invasión de vendedores ambulantes. Se trata de una situación por demás repetida, a tal punto que podría creérsela parte inevitable del paisaje ciudadano. Las propias autoridades parecen resignadas y no dan señales de querer poner en marcha políticas definidas que signifiquen una alternativa a este cuento de nunca acabar, que afecta el aspecto y la seguridad de las calles, interfiere en el tránsito peatonal y castiga la actividad de los comerciantes formales, quienes pagan impuestos y respetan las normas y ordenanzas.
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Un caso típico es el de los artesanos y otros vendedores callejeros que desde hace un tiempo han irrumpido en Florida con entero descaro, algunos hasta colocándose a escasos metros de la Legislatura. En ese estratégico emplazamiento han hallado el mejor escaparate para ofrecer productos, muchos obtenidos por la vía del contrabando y otros visiblemente "truchos". La respuesta oficial, en la práctica, ha sido nula y ninguna medida efectiva ha servido para impedir la instalación de estos vendedores.
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El problema de la invasión del espacio público es realmente serio y no puede ser que se lo siga manejando con improvisación -en el mejor de los casos-, o quizá con reprobables complicidades. Es imprescindible darle un corte, arbitrando soluciones que no tienen por qué no contemplar las condiciones de vida a menudo afligentes de los vendedores callejeros, pero que sí deben consagrar de manera irrestricta los derechos de quienes honran sus obligaciones con la ciudad y con el fisco y, de un modo más amplio, los que asisten al vecino y al peatón en lo que toca a la libre disponibilidad del espacio público y a poder transitar con seguridad y sin molestias.

LA NACION | 07/08/2002 | Página 16 | Opinión